Por Ari Rajsbaum
La gente (casi toda) deseamos cosas muy buenas para nuestros hijos. Así nos hizo la naturaleza y gracias a ellos sobrevivimos como especie. Todos los primates (los monos, chimpancés, humanos, gorilas y demás) tenemos además una carga genética que nos impulsa a buscar parejas que suponemos serán buenos cuidadores. Esto no se da a nivel consiente, pero las hembras (incluyendo a las humanas) tienden a valorar rasgos de carácter que indican que la pareja elegida podrá ser un padre cuidadoso y empático con ella y con los hijos futuros. Los machos entre los primates también sentimos atracción por rasgos que indican que la hembra será maternal y cuidadosa.
La gente (casi toda) deseamos cosas muy buenas para nuestros hijos. Así nos hizo la naturaleza y gracias a ellos sobrevivimos como especie. Todos los primates (los monos, chimpancés, humanos, gorilas y demás) tenemos además una carga genética que nos impulsa a buscar parejas que suponemos serán buenos cuidadores. Esto no se da a nivel consiente, pero las hembras (incluyendo a las humanas) tienden a valorar rasgos de carácter que indican que la pareja elegida podrá ser un padre cuidadoso y empático con ella y con los hijos futuros. Los machos entre los primates también sentimos atracción por rasgos que indican que la hembra será maternal y cuidadosa.
Nos
importa tanto el bienestar de nuestros hijos, y somos tan empáticos con
cualquiera de sus sufrimientos, deseos y malestares, que con frecuencia nos enojamos con nuestra
pareja porque no le da a nuestro hijo lo que quiere en el momento que quiere; sean
abrazos, palabras cariñosas, juego o cualquier otra cosa. Es decir, por
momentos vemos a nuestra pareja desde los ojos de nuestros hijos y sentimos que
nuestra pareja es, qué se yo, fría, dura, agresiva, poco flexible, poco
empática (podría llenar algunas páginas con los adjetivos que he escuchado
utilizar a mis pacientes para referirse
al padre/madre de sus hijos).
A
los niños les viene muy bien el cuidado físico, (si deseas puedes leer más
acerca de ello en las otras entradas de esta misma etiqueta). Pero a los niños,
como a nosotros, o para el caso, a todos
los demás mamíferos, les gusta tener el poder, es decir, les gusta ser quienes
deciden cuando y como se hacen las cosas. Esto no tiene nada raro, así somos
todos, y por ello mismo hay que ser muy cuidadoso en cómo se manejan las relaciones
de poder en la familia. Porque si mi hijo llora porque mi esposa no lo quiere
cargar en ese momento, y yo regaño a mi esposa, estoy construyendo una
coalición con el pequeñín y dos son más fuertes que uno. Esto lo percibe el
niño más rápido que un rayo, y repite conductas que fortalecen esa coalición.
Las consecuencias: el niño deja de ver a la madre como una autoridad, esta se
siente más débil y enojada y por lo tanto más se fortalecerá el conflicto entre
el hijo y la madre (que al fin y al cabo era lo que yo como padre quería
evitar).
Salvador Minuchin, uno de los fundadores de la terapia familiar, se
preguntaba cómo es posible que un chiquillo de tres años pueda tener la
valentía y la fuerza para enfrentarse de forma constante con un adulto que mide
un metro y medio más que él. Minuchin se dio cuenta de que el niño en esas
situaciones está parado sobre los hombros de otro adulto.
Así
que sí, nuestros hijos necesitan amor, cariño y muchas cosas más, pero también
necesitan que haya una cierta armonía y acuerdo entre sus padres y, en primer
lugar, necesitan estar en el lugar de hijos, sin poderse subir al lugar de
poder que le corresponde a sus padres.
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